El aborto, fracaso de una sociedad
El silencio necesario ante una decisión que asusta, en una sociedad que no sabe cuidar
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De nuevo se vuelve a hablar del aborto y, con pena, otra vez se instrumentaliza el problema y se cosifica a las mujeres que se encuentran en esa situación tan compleja. Pocas veces se escucha el murmullo íntimo que precede a una decisión así. Como sociedad nos falta el hábito de callar, mirar y escuchar. Poco se sabe de las vicisitudes que hay tras esa mujer que se encuentra en esa diatriba, porque el debate público se ha acostumbrado a gritar en lugar de comprender. Se alzan voces que dictan moral o derechos, pero raras veces se asoma la compasión, la curiosidad o el deseo de entender el malestar, ni qué hablar del sufrimiento. En el fondo de mi ser, quisiera que los abortos fueran tan excepcionales que fuesen anecdóticos; pero para ello primero habría que resolver las cuestiones sociales, políticas y económicas esenciales que condicionan, por no decir que condenan, a “tomar una decisión” que asusta. Y parafraseando a Diego Gracia, el aborto es una medida excepcional para situaciones excepcionales, cuando los recursos medios y las opciones intermedias fracasan. El fracaso no es decidir abortar —que lo es en no pocas ocasiones—, sino que el fracaso verdadero es que la sociedad y su sistema sociopolítico no dispongan de redes humanas que acompañen, ayuden y cuiden a esas mujeres —y a sus parejas— en un hecho tan íntimo y, a la vez, tan comunitario como es dar vida a un ser humano.
Cuando escribí El aborto: un conflicto moral o de derechos, me quedó claro que ninguna de las posiciones enfrentadas alcanza por sí sola a resolver el dilema. Ambas se levantan como torres opuestas que se observan desde la distancia, convencidas de su propia razón. La moral o los derechos, la fe o la autonomía, la vida o el cuerpo: todo parece estar enfrentado. Pero en el fondo, el problema no radica en la oposición entre valores, sino en la incapacidad para asumir la complejidad humana de cada historia. Abortar no es solo una decisión médica o jurídica, es una experiencia que atraviesa el cuerpo, la biografía y la conciencia. Y, sin embargo, rara vez el discurso público acoge la voz de la mujer concreta que se debate entre el deseo de cuidar y la imposibilidad de hacerlo. No hay ideología que soporte la densidad de ese instante.
Los estudios científicos han intentado aproximarse a las razones por las cuales una mujer decide interrumpir su embarazo. En ellos aparece un retrato coral y matizado, alejado del cliché. Las motivaciones suelen ser múltiples y entrelazadas: razones económicas —no poder mantener a otro hijo o no disponer de estabilidad laboral—; circunstancias relacionales —falta de apoyo de la pareja, ruptura o conflicto familiar—; motivos vitales —continuar estudios, no sentirse preparada, edad temprana—; razones de salud o embarazos no deseados por fallo anticonceptivo. En realidad, estos factores, que la literatura internacional ha descrito con rigor, dibujan una misma constante: las mujeres no abortan por capricho, sino empujadas por una confluencia de fragilidades. Lo singular es que, incluso en contextos muy diferentes —Uganda, Estados Unidos o Europa—, el patrón se repite. Es la vulnerabilidad, más que la voluntad, la que se impone. En España, los informes del Ministerio de Sanidad y del Instituto de las Mujeres confirman esa tendencia. El perfil medio corresponde a mujeres entre los veinte y los treinta y nueve años, trabajadoras por cuenta ajena, muchas con pareja estable y sin hijos previos. No son adolescentes desorientadas ni estereotipos morales: son mujeres que habitan el vértigo contemporáneo de conciliar lo inconciliable. Algunas han usado anticonceptivos, otras no. Algunas confían en su autonomía, otras actúan movidas por el miedo o la precariedad. Pero, en todas, hay un denominador común: la falta de una red estable que ampare y sostenga. Cuando se elige abortar, no siempre se elige libremente; muchas veces se responde al fracaso de un entorno que no supo cuidar.
Ese fracaso colectivo se disfraza de libertad individual. Y así, cada aborto se vive en soledad, en silencio, como si fuese un asunto privado, cuando en realidad es un espejo de nuestras carencias sociales. Decía Hannah Arendt que el milagro que salva al mundo de su ruina es el hecho de la natalidad. Sin embargo, nuestra sociedad parece haber olvidado ese milagro, y cuando el nacimiento se percibe como amenaza, el aborto se convierte en síntoma. En Una maternidad congelada reflexionaba sobre la anhedonia maternal, sobre esa pérdida del deseo de tener hijos que no se explica solo por razones económicas, sino por un profundo desierto afectivo. Nos hemos habituado a un estilo de vida que teme la dependencia, que evita el vínculo y que asocia la maternidad con la pérdida de libertad. Ser madre, hoy, se percibe como una barrera que interrumpe la autonomía, y eso revela una sociedad que ha confundido independencia con aislamiento. Las políticas que promueven la igualdad laboral olvidan que igualdad no significa negar la diferencia, sino hacerla posible sin penalizarla.
Cuando observamos las motivaciones para abortar, lo que aparece no es solo un conflicto moral, sino un reflejo estructural: precariedad, soledad, desarraigo. La decisión de no tener un hijo no siempre es una negación de la vida, sino un intento desesperado por sobrevivir en un contexto que no ofrece espacio para la crianza. Como especie, somos animales de cuidado, pero el sistema actual castiga el tiempo que se dedica a cuidar. Si una mujer teme no poder mantener a su hijo, si no tiene una vivienda digna, si no cuenta con apoyo familiar ni institucional, su decisión deja de ser libre para convertirse en reactiva. Es aquí donde el discurso público debería callar y escuchar: no para juzgar, sino para reconocer la falla sistémica que conduce a esa elección.
Al analizar los recursos disponibles, encontramos dos caminos paralelos y desiguales. Por un lado, las estructuras que facilitan el acceso al aborto —clínicas acreditadas, servicios sanitarios, asesoramiento psicológico, cobertura pública y privada—. Por otro, los recursos provida o de apoyo a la maternidad —prestaciones por nacimiento, ayudas por hijo a cargo, permisos parentales, guarderías, programas sociales—. Ambos sistemas coexisten, pero rara vez se comunican. Las políticas proaborto enfatizan el derecho a decidir; las provida, el deber de sostener. Pero entre ambas hay un vacío: la falta de un acompañamiento ético y comunitario que permita decidir sin sentirse sola. El Estado, al legislar, ofrece derechos o subvenciones, pero no escucha ni cuida. Y las ideologías, enfrascadas en su disputa, olvidan lo esencial: que detrás de cada decisión hay un cuerpo que siente, una conciencia que duda, una biografía que se fractura. En los países donde el aborto es legal y seguro, las estadísticas muestran una disminución de abortos peligrosos, pero no necesariamente de abortos en general. En cambio, en aquellos donde se promueven políticas integrales de apoyo a la maternidad, conciliación y corresponsabilidad, la decisión de continuar con el embarazo encuentra más apoyos reales. No se trata de imponer una moral natalista, sino de comprender que la maternidad —como la vida misma— requiere un ecosistema de cuidados. Las ayudas económicas alivian, pero no bastan. Lo que se necesita es un tejido comunitario: redes vecinales, políticas de conciliación efectivas, espacios de apoyo psicológico y familiar. Porque una mujer que no teme ser abandonada por su entorno decide de otro modo.
En El deseo de tener un hijo y las imposiciones biológicas ya planteaba cómo la tecnociencia, con sus promesas de autonomía reproductiva, ha transformado nuestra comprensión de la procreación. Hoy, la biología se percibe como un límite que hay que vencer, y no como un dato de la existencia. Pero cada vez que intentamos sustituir la naturaleza por la técnica, perdemos algo esencial: el sentido de dependencia mutua que define nuestra condición humana. El aborto, igual que la gestación subrogada o la congelación de óvulos, forma parte del mismo proceso cultural que ha hecho de la vida un producto gestionable. Pero la vida —nacerla o no nacerla— no se deja administrar sin consecuencias morales. La paradoja de nuestra época es que proclamamos la libertad reproductiva mientras delegamos en el mercado y en el Estado las decisiones más íntimas. Y, sin embargo, rara vez se habla de la adopción como verdadera alternativa. A menudo se pronuncia su nombre como un consuelo retórico, pero en la práctica, dar en adopción o adoptar en España es una travesía casi imposible. Los procesos son largos, costosos y profundamente burocratizados. A veces transcurren más de ocho años entre la solicitud y la resolución, y durante ese tiempo las circunstancias de las familias cambian, la esperanza se agota y los menores crecen institucionalizados. La adopción nacional es escasa; la internacional, casi inviable. Las parejas que desean adoptar se enfrentan a un laberinto de trámites, informes y esperas que parecen diseñados para disuadir, no para proteger. Pero más dramático aún es lo que ocurre con las mujeres que, enfrentadas a un embarazo no deseado, contemplan la posibilidad de dar a su hijo en adopción: no encuentran acompañamiento, ni asesoramiento ético, ni un sistema que las ampare emocionalmente. La renuncia al propio hijo —cuando se hace desde el amor y no desde la desesperación— puede ser un acto de generosidad radical, una forma de cuidado extremo; y, sin embargo, nuestra cultura la estigmatiza. Preferimos hablar del derecho a decidir antes que del derecho a entregar, quizá porque lo primero nos exime de seguir acompañando. Pero la adopción debería ser precisamente eso: una oportunidad de que la vida continúe en otras manos, con la dignidad de quien entrega sin desaparecer. Si tuviéramos un sistema de adopción ágil, ético y sostenido en el cuidado, muchas decisiones de aborto podrían transformarse en decisiones de entrega. No se trata de moralizar, sino de ofrecer caminos reales. Porque una sociedad que no facilita la adopción, pero normaliza el aborto, confunde la autonomía con la soledad y el cuidado con la carga.
Frente a esta mercantilización de la vida y este vacío de alternativas, convendría rescatar la noción de bioética mínima de Diego Gracia: aquella que no se impone, sino que acompaña; que no juzga, sino que busca reducir el daño y favorecer el bien posible. Desde esa perspectiva, el aborto no puede ser trivializado. Debe ser entendido como una medida extrema cuando todas las demás han fracasado. Y si llega ese punto, la pregunta ética no debería ser “¿es moral o inmoral abortar?”, sino “¿qué hemos hecho —o dejado de hacer— como sociedad para que alguien llegue a esa tesitura?”. Porque el verdadero fracaso no es la decisión individual, sino el colapso de los vínculos que deberían haberla sostenido.
Hay un rasgo profundamente humano en el deseo de cuidar, incluso cuando no se puede. Muchas mujeres que abortan sienten tristeza, culpa, alivio o una mezcla inefable de todo ello. Y, sin embargo, las tratamos como si fueran símbolos de una causa y no sujetos dolientes. Se exige que representen algo: la libertad o el pecado, la autonomía o la víctima. Y así, de nuevo, se les arrebata la palabra. Habría que recordar que la maternidad, incluso negada, sigue siendo un acontecimiento que transforma el cuerpo y el alma. En términos biológicos, el embarazo deja huellas: células fetales que permanecen en el cuerpo de la mujer, como si la naturaleza se resistiera a aceptar la desconexión total. Tal vez haya en ello una metáfora: incluso cuando se interrumpe, la vida deja rastros. Y esos rastros, aunque invisibles, reclaman un duelo que la sociedad no sabe acompañar.
Cuando la política convierte el aborto en bandera, pierde su dimensión ética. Y cuando la moral pretende imponer su dogma, olvida que la ética comienza allí donde cesa la coerción. Necesitamos un nuevo humanismo del cuidado, una nueva ilustración que devuelva profundidad a nuestras decisiones. No basta con legislar sobre la interrupción del embarazo ni con prometer ayudas a la natalidad. Hace falta reconstruir la comunidad, volver a tejer los vínculos rotos entre individuo y sociedad, entre libertad y responsabilidad. Porque solo en una sociedad que cuida, la maternidad —y su posible interrupción— pueden vivirse sin tragedia.
El aborto es, al fin y al cabo, un síntoma de nuestra época: una época que idolatra la autonomía pero teme la dependencia; que exalta la libertad pero olvida el sostén. Queremos decidir, pero no acompañar; queremos derechos, pero no deberes. Y, sin embargo, toda decisión verdaderamente libre necesita del otro. Lo sabía Luigina Mortari cuando hablaba en Filosofía del cuidado de que la vida humana no puede sostenerse sin una red de atención mutua. El cuidado no es una virtud privada, sino la estructura invisible que hace posible la existencia. Cuando una mujer decide interrumpir su embarazo, esa red ha fallado en algún punto. No se trata de señalar culpables, sino de comprender el alcance de esa falla. En los informes internacionales, las mujeres citan siempre las mismas razones: miedo, precariedad, falta de apoyo, imposibilidad de cuidar. En ninguno aparece el deseo de eliminar una vida, sino el dolor de no poder sostenerla. Por eso, reducir el aborto a un enfrentamiento entre moral y derechos es una simplificación cruel. El problema no es moral, ni jurídico: es relacional. El aborto nos interpela como comunidad, no solo como individuos. Nos obliga a preguntarnos qué valor damos a la infancia, a la maternidad y, en última instancia, a la vida compartida.
Quizá algún día logremos que el aborto sea una decisión tan excepcional que apenas existan casos. Pero eso no ocurrirá por prohibición ni por decreto, sino porque habremos aprendido a cuidar. Porque una sociedad que acompaña, escucha y protege hace innecesaria la desesperación. Esa es la verdadera política de prevención: la que construye redes, la que educa en la responsabilidad, la que ofrece alternativas reales antes de que la vida se rompa.
El aborto no desaparecerá con consignas ni con dogmas, sino con comunidad. Y comunidad no es solo una palabra cálida: es el entramado concreto de relaciones, instituciones, afectos y recursos que hacen que una mujer no se sienta sola ante la vida. Mientras no tengamos ese sostén, seguiremos debatiendo sobre moral y derechos sin advertir que, en el fondo, lo que nos jugamos no es la ley ni la fe, sino nuestra capacidad de convivir con la vulnerabilidad humana. Porque cuidar —dar vida, nutrirla, sostenerla o incluso despedirla— es el acto más radical de humanidad. Y, en esa frontera donde la vida y la muerte se rozan, lo que más necesitamos no son certezas, sino silencios que acompañen.
Publicado originalmente en IDEAS de La Gaceta de la Iberosfera.
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