El arte perdido de ser un buen amigo
Historia de un vínculo esencial
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La amistad no puede ser postergada indefinidamente: es una innecesaria necesidad que sostiene la vida cuando todo parece perdido.

Pocas palabras han atravesado tantos siglos con tan diversas cargas de sentido como “amistad”. En su forma más pura, la amistad parece tan espontánea como misteriosa, tan natural como extraordinaria. Sin embargo, cuando se la somete a la reflexión filosófica, ética, teológica o literaria, emerge no como un simple afecto, sino como un vínculo fundacional de la condición humana, espejo de nuestras aspiraciones más nobles y también de nuestras fragilidades más hondas. Desde las primeras escrituras bíblicas hasta las conversaciones filosóficas y los versos líricos del Renacimiento, la amistad ha sido comprendida de formas múltiples: como alianza sagrada, como pasión heroica, como comunidad moral, como unión de almas, o como diálogo entre iguales.
En la Biblia, en el libro de Samuel, la amistad entre David y Jonatán representa una lealtad radical, una alianza sellada por la elección libre y el amor que vence a la sangre y al poder. Esta visión heroica y trágica anticipa la intensidad emocional que Homero plasma en el lamento de Aquiles por Patroclo en La Ilíada: la amistad como pérdida irreparable y motor de la acción heroica. Platón, en Lisis, dialoga sobre la naturaleza del vínculo desde el deseo del bien mutuo, abriendo una reflexión sobre la virtud como fundamento de la relación. Aristóteles da el giro decisivo en su Gran Moral: la amistad se clasifica según su motivación —utilidad, placer o virtud—, siendo esta última la más noble, pues une a quienes desean el bien del otro por sí mismo. Cicerón retoma esta idea en Lelio, y define al amigo como “otro yo”, exaltando la afinidad espiritual como cimiento. Plutarco, en su Moralia, añade un matiz ético: el verdadero amigo no adula, sino que dice la verdad aunque duela. Séneca, por su parte, convierte la amistad en un lugar de refugio interior, donde se ensaya la serenidad estoica frente a la inestabilidad del mundo.
Luciano de Samósata, con ironía lúcida, desenmascara las falsas amistades nacidas del interés, mientras San Agustín y Santo Tomás de Aquino elevan el concepto a la esfera teológica: para el primero, sólo en Dios se encuentra la amistad verdadera; para el segundo, la amistad es un acto de caridad y virtud esencial en la vida cristiana. Garcilaso de la Vega, en su Epístola a Boscán, evoca la amistad como consuelo y correspondencia poética, mientras Montaigne convierte su vínculo con su amigo La Boétie en una fusión de almas, tan única que «si se me pidiera explicar por qué lo amaba, siento que solo puedo decir: porque era él, porque era yo».
Shakespeare, en su Soneto XXX, recuerda la amistad como memoria que cura y consuela. San Francisco de Sales, desde la devoción, defiende una amistad espiritual que construye virtud. La Fontaine, La Bruyère y Ramón y Cajal examinan su dimensión social: la fábula, la sátira moral y la conversación intelectual revelan los matices cotidianos, las ilusiones y las posibilidades de la amistad real frente a la aparente.
Este recorrido histórico no solo muestra cómo ha cambiado (o no) el concepto de amistad: revela su persistente centralidad. La amistad es afecto, pero también juicio; es elección, pero también don; es compañía, pero también exigencia moral. En cada época, según sus ideales y temores, los pensadores han leído en la amistad el reflejo más íntimo de lo humano: la posibilidad de estar con el otro sin poseerlo, de compartir sin deber, de ser uno mismo con otro. Al recorrer estos textos, vislumbramos una evolución conceptual: de la amistad como juramento vital (David y Jonatán), hasta la amistad espiritual y racional (San Agustín, Santo Tomás, Montaigne). Con un hilo constante: la lealtad, el bien compartido, la intimidad intelectual o la prueba ante la adversidad. Ahora bien, ¿qué hace que una amistad sea “auténtica”? ¿Cuál es su valor ético, espiritual o racional? ¿En qué medida la amistad forma el carácter de la persona? ¿Tiene algún sentido hablar hoy de la amistad en un mundo globalizado, hiperconectado e instantáneo? ¿De qué modo cambian, con el paso del tiempo, las amistades y nuestra percepción sobre el valor de lo que implica tener amigos? ¿Qué sucede si nos detenemos a pensar qué tienen en común todas las personas que llamamos amigas a lo largo de nuestras vidas?
He de confesar que no tengo respuestas concretas, pues cuanto más he ahondado en ello menos puedo delimitarlas. La amistad tiene algo de fe, pues crees en esas personas, tus amigos, más allá de sus pruebas. Quizá la dificultad para delimitar la amistad radica en que, antes que un concepto, se trata de una experiencia particular que nos atraviesa como personas, que continuamente nos transforma y eso dificultad cualquier universalidad al respecto. Sin embargo, al mismo tiempo, se suelen dar una serie de matices (casi) universales. Las amistades que cultivamos en la infancia y en la adolescencia juegan un papel importante en el aprendizaje de las normas que rigen las interacciones sociales. Nuestras primeras amistades representan la apertura a lo novedoso, a diferentes opiniones y pensamientos, a la confianza en los iguales, a la complicidad y a la intimidad fuera del seno familiar. También son causa de frustración frente a los límites de nuestros iguales, del miedo al rechazo y a la experiencia de la angustia y el dolor asociados a la pérdida de la amistad. Es por ello esencial que nuestros menores pasen tiempo cara a cara con sus iguales, pues las relaciones sociales presenciales influyen directamente en nuestra salud, en nuestra longevidad y en nuestra felicidad. ¿Qué ocurre si los más pequeños no forjan amistades? No hay día que no salga una noticia o se difunda masivamente un suceso que tiene como protagonistas a los menores, el uso de pantallas, las redes digitales y un hecho trágico. Menores que no interaccionan entre ellos, que no saben mirar al otro. Niños que dedican su tiempo libre a camuflarse tras las pantallas, aislados en sus habitaciones. Y aunque es fácil culpar a las pantallas y demonizar a las redes digitales, lo cierto es que cuando el entorno emocional y social está empobrecido, el refugio en las pantallas no solo se vuelve comprensible: se convierte en una forma de supervivencia emocional. Cuando todo falla fuera de las pantallas, éstas no sólo entretienen: reemplazan. Por ello es crucial cultivar las amistades en la infancia. Los más pequeños de la sociedad necesitan jugar con otros iguales para asentar las bases de su humanidad. De nada sirve luego lamentarse cuando transitan la adolescencia sin experimentar los claroscuros de las amistades: los adultos tenemos el deber moral de cuidar y proporcionar los espacios de recreo para que forjen vínculos fuera del seno familiar y fuera de lo digital.
En la vejez, las amistades cobran un sentido especial, diferente al que puedan tener en otras etapas: devuelven la sensación de autovalor y dotan de sentido y orientación a las vidas que por los cambios radicales propios de esos años (jubilación, viudez, enfermedad y muerte) pueden sentirse sin rumbo. Tener en quienes confiar, en quienes apoyarse y a quienes acompañar y cuidar, ofrece protección contra los sentimientos de soledad y ayuda a transitar los eventos negativos de la vida. La amistad ofrece, en la vejez, una reafirmación de la propia autonomía, que constantemente está puesta a prueba en esas etapas finales de la vida. ¿Qué ocurre con las amistades en la juventud y la adultez? Aprendes a escoger a los amigos y la mejor forma de aprender a escogerlos es cuando tú mismo sabes que lo eres. La amistad nos salva de nosotros mismos, nos salva del egoísmo, por ello para los clásicos como Platón y Aristóteles, entre otros, la amistad era toda una virtud y para los cristianos una prueba esencial de la virtud de la caridad, como explica el Padre Enrique Santayana hablando de la amistad en torno a la figura de John Henry Newman.
Ser amigo conlleva no solo que el otro te acompañe en la vida, también que te defina, te moldee, pues te contagia su forma de ver el mundo, sus valores y sus decisiones. También sus miedos. Son esas personas que te muestran partes de ti que solamente en ellos puedes ver, que sostienen tu secreto sin convertirlo en un arma. Además, saben cuándo callar o cuándo confrontarte con la verdad. Son esas personas que no te dejan cómodo con tus excusas, que te ayudan a seguir siendo tú cuando eres tú quien olvida quién eres. Eso hace que la amistad se renueve en el fango: en la dicha son muchos los que te acompañan, pero en la desgracia pocos son los que se quedan a alumbrar. Esas personas que te confrontan sin minusvalorarte, que te corrigen y, también, saben estar en silencio cuando es necesario, cuando estás herido, que ven lo contradictorio que hay en ti y, aun así, se quedan.
Es curioso como se habla mucho de cómo mejorar una relación de pareja, las relaciones familiares y los conflictos laborales, pero no se habla de cómo cultivar una relación de amistad, cómo reconducirla cuando hay oportunidad, cómo hacerle frente a los problemas o cuándo dejarla atrás. Más llamativo es que su rotura (dejar de ser amigos) no tiene nombre —como sí lo tiene cuando una pareja rompe (desamor)—, lo que hace que no se entienda, no se pueda comunicar y que, en cierta manera, no exista. Y su ausencia, no tener amigos, se vuelve vergüenza, tabú, motivo de desconfianza. Se convierte en una soledad sin épica. Nos acordamos de las traiciones en la amistad, pero lo cierto es que la inmensa mayoría de amistades se pierden porque se deja de llamar, se deja de estar presente, porque se da por hecho que el otro siempre está, posponiendo una llamada o un abrazo. Se dice eso de “a ver si nos tomamos un café”, pero nunca se concreta ni se pone fecha para ello. Sí, la vida te puede dispersar geográficamente, pero no biográficamente y es natural que los amigos se pierdan por enfriamiento y distancia. Pero es intolerable que se rompan amistades por discrepancias políticas y eso está ocurriendo: hay quienes condenan al ostracismo a un ser querido por discrepar en una opinión sociopolítica. Si algo tiene de valiosa la amistad es que sin compartir carácter, creencias e ideologías, hay una lealtad que no se explica y eso, estimados lectores, es un regalo de vida que hoy se está debilitando con tanto cainismo y egoísmo. Por eso, cuando desaparece no sólo perdemos a alguien, nos perdemos a nosotros mismos: la amistad es uno de esos pilares silenciosos de nuestra identidad. La película Almas en pena de Inisherin (Martin McDonagh, 2022) explora la ruptura, los límites y misterios de la amistad y cómo el fin de un vínculo —dejar de ser amigos sin dar razones— puede afectar radicalmente a la identidad y el sentido de vida. Esta historia muestra que la amistad no es un contrato garantizador, que puede terminar sin ceremonias, sin explicaciones, lo que la hace tan libre como cruel. Una mirada profundamente trágica, absurda y humana sobre la amistad, que retrata con crudeza la angustia existencial que produce el abandono sin causa. Y en miles de años de humanidad no hemos sido capaces de nombrar a eso, a ese abismo que tiene la amistad y que, al mismo tiempo, la hace fascinante.
Hoy los “amigos” se miden por lo que rentan o aportan: relaciones de usar y tirar condicionadas por algo tan volátil como el interés. Relaciones pragmáticas, utilitaristas y caprichosas que tienen sentido en el utilitarismo y consumismo que impregna todo en la vida. Facebook llamó “amistad” al modo de conexión e interacción particular que promueve su plataforma: sumar amistades, quitar personas de nuestra lista, husmear en las listas de otros se ha convertido en actividades cotidianas que han propiciado cambios en nuestras concepciones de lo que es la amistad. Y no solo Facebook. Pero la realidad es que cuando hay redes, en lugar de comunidad, no hay amigos sino contactos. No hay vínculos, sino seguidores. Quizá sería bueno recordar que Antígona desestabilizó el orden imperante cuando decidió atender a quien se caía, en lugar de correr en auxilio del vencedor: la visión compasiva frente a la competitiva. O cómo la relación entre Stefan Zweig y Romain Rolland fue un ejemplo de resistencia ante la intrascendencia y la superficialidad: 275 cartas, a lo largo de 8 años, dan testimonio del afecto personal, puro, compartido y desinteresado que nace y se fortalece con el otro. No son los únicos ejemplos de las vicisitudes y claroscuros de la amistad: Katherine Mansfield y Virginia Woolf son ejemplo de la dicotomía entre admiración, amistad y rivalidad; Elizabeth Bishop y Robert Lowell, con su amistad concebida en la lectura y en la crítica de sus versos, dan fe de la admiración mutua, de la devoción genuina. Son algunos de los muchos ejemplos que la historia nos regala y con los que podemos constatar que el compromiso humano y cultural que emanó de esas relaciones amicales son la demostración de una fuerza suprema —voluntad— guiada por el afecto y la admiración, dando lugar a una convivencia y diálogo. Dan fe que en la amistad hay espacio para el disenso y el acuerdo, para el enfado y el júbilo.
Se puede apreciar cómo lo virtual ha menoscabado el terreno de la sociabilidad comunitaria. La obsesión por ser vistos y escuchados (retuiteados y “likeados”) ha llevado al explícito y vergonzoso desinterés por el diálogo constructivo con el otro. Sumado a ello, se buscan “salvavidas” externos: profesionales —y no tanto— de la salud (mental) o consejos de gurús de la autoayuda. Una sociedad que sus vínculos se rigen por el utilitarismo voraz, donde toda exigencia se convierte en derecho y toda obligación en un atropello reaccionario, jamás podrá constituirse como “pueblo” o “nación”, porque la amistad es la base de toda construcción comunitaria. El cultivo de la amistad nos hace ser mejores tanto en lo individual como en lo comunitario, pues apunta a la búsqueda mancomunada de una vida plena en la que se abrazan las diferencias y potencian los acuerdos. Ahora bien, ¿cómo cultivar la amistad? Si partimos del hecho que la interdependencia humana es la quintaesencia de nuestra existencia y la amistad es una de las formas primarias de esa interdependencia, se tiene que aceptar que entraña esfuerzo: los vínculos significativos demandan una inversión de tiempo y de suma atención para llevar una vida plena. Claro, en una sociedad que ha abrazado la pérdida de atención y que está obsesionada con la inmediatez de las novedades, cualquier acto que comprenda tiempo, esfuerzo y sacrificio se denigra y rechaza. Sin embargo, conviene recordar que la palabra sacrificio viene del latín (Sacer, Facere): el significado original de sacrificāre era “hacer algo sagrado” o “consagrar algo a lo divino”. Cultivar la amistad conlleva desarrollar la benevolencia, la solidaridad y la reciprocidad. Por ello, la amistad, como cualquier otro vínculo significativo, da lugar a obligaciones especiales que nos desafían. Es más, no sólo implica acciones concretas, sino también una disposición interior de preocupación y responsabilidad. Conlleva cultivar una ética del cuidado, del encuentro amical, que reconozca la interdependencia y la vulnerabilidad inherentes a la condición humana en un mundo cada vez más interconectado y complejo. Por ello, no se puede dar por hecho que el otro siempre estará, no se debe integrar a los amigos en la estructura logística de la vida (no tienen un propósito utilitario). Los amigos han de estar en el plano emocional, espiritual y trascendental de la vida.
Quizá sería interesante invitar a los más jóvenes de la sociedad —a los no tan jóvenes, también— a leer El Señor de los Anillos, pues es un ejemplo profundamente significativo de las virtudes y valores de la amistad. A través de sus personajes y relaciones, la obra representa distintas formas de amistad que trascienden lo meramente narrativo y se convierten en expresiones éticas, filosóficas y espirituales de este vínculo humano. Tolkien con esta saga presenta la amistad como vínculo virtuoso (la amistad de Sam y Frodo), como comunidad moral y resistencia al mal (la amistad como fuerza que se opone al poder, al egoísmo y a la corrupción), como experiencia de alteridad (apertura al otro en su diferencia), como sostén existencial (la amistad se forja en la renuncia, el sacrificio y la fidelidad) y como valor cristiano (la amistad vinculada a la humildad, a la misericordia y a la redención). Si alguien es el verdadero héroe moral en esta saga es Sam, pues encarna la amistad como esa gracia humilde que salva y que enseña que el mal se supera con la perseverancia, la compasión y la fidelidad.
Si algo puedo afirmar es que he aprendido que la amistad no puede ser postergada indefinidamente. En un mundo que gira en torno a la urgente, a la utilidad, hacer espacio para la amistad se siente como un acto de equilibrio y, por ello, valoro cada vez más los momentos compartidos con las personas que me importan. La amistad no es ni imparcial ni universal, sino que es sesgada, preferencial, concreta e individual. Es una lealtad muy selectiva que nos permite seguir adelante cuando todo parece estar perdido. Ser persona, ser amigos, es ser en relación, pues dentro del ser humano hay un ansia profunda de encuentro, de cercanía, de comunión. La amistad es una innecesaria necesidad y si la fortuna nos sonríe, algunos amigos nos acompañarán durante años; si somos aún más afortunados estarán, también, a nuestro lado cuando dejemos este mundo, dándonos a ver que viviremos en ellos cuando ya no estemos. No olvidemos que la amistad es una virtud fundamental por la función que cumple en la constitución y el sostenimiento de las sociedades, en la enseñanza y especialmente en la vida moral.
Publicado originalmente en IDEAS de La Gaceta de la Iberosfera.
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No me ha gustado. Me ha encantado! Cada día escribes más mejor, más profundo y más bonito, querida amiga ;-)
Que relato más hermoso y llano sobre la amistad.