El imperio de la empatía
Cómo la feminización reconfigura el poder y los vínculos
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Imagina la siguiente escena: el sol cae con suavidad en el horizonte mientras un niño corre por el jardín. Tropieza, se balancea un instante como si temblara el mundo, y cae. Su madre, sin aspavientos, se inclina, recoge al pequeño, limpia la sangre de su rodilla y lo abraza con ternura. Esa escena mínima, tan doméstica, encierra una paradoja que atraviesa nuestra época: la vida ha sido sostenida durante siglos por la delicadeza y el cuidado, y ahora esa misma sensibilidad se ha convertido en fuerza institucional. Pero cuando esos valores del hogar, arraigados en la compasión, la seguridad y la protección, se trasladan sin contrapeso a las estructuras de poder, pueden transformar la forma en que nuestras sociedades operan. La feminización masiva de las instituciones, lejos de ser neutra o simplemente progresiva, puede generar un desplazamiento peligroso: valores funcionales como la verdad, el riesgo, la libertad y el debate se ven sacrificados ante la tiranía de la cohesión emocional y la compasión sin límite.
Helen Andrews y otros como Pablo Malo, Bo Winegard o Rob Henderson han abogado precisamente por esta advertencia civilizatoria. Según ellos, este fenómeno no se trata solo de más mujeres en posiciones de responsabilidad, sino de un cambio de paradigma profundo. Lo que antes funcionaba con la lógica del riesgo, la autonomía individual y la confrontación intelectual, ahora se rige por una lógica de seguridad, consenso y protección emocional. En ese tránsito, las instituciones que deberían fomentar el disenso, la innovación y el juicio libre se vuelven vulnerables a la autocensura, al conformismo y a la vulnerabilidad moral. Este desplazamiento no surge en el vacío. La sociología del riesgo, formulada por pensadores como Ulrich Beck, analiza cómo las sociedades modernas viven cada vez más atrapadas en una lógica de seguridad permanente, en una obsesión por minimizar el peligro a toda costa. En esa sociedad del riesgo, la demanda de protección crece, y ello coincide con una feminización de las instituciones que prioriza la seguridad emocional por encima de la exposición al error.
Desde una perspectiva psicoevolutiva, Bo Winegard y Rob Henderson señalan que hombres y mujeres han desarrollado a lo largo de la historia tendencias distintas pero complementarias: los hombres hacia la competencia, el riesgo y la acción, las mujeres hacia la cooperación, el cuidado y la previsión. Este equilibrio fue funcional en comunidades tribales y modernas por igual, pero al girar la balanza hacia los valores de cuidado sin refuerzo de sus contrapartes se produce una distorsión. Lo que era ventaja en el ámbito íntimo se convierte en debilidad cuando se universaliza sin matices institucionales. La antropología también aporta datos cruciales: Margaret Mead observó que en muchas sociedades tradicionales las mujeres eran las responsables de los cultivos, del tejido, del cuidado de los niños y de la vida doméstica, mientras los hombres eran responsables de los rituales, la caza y los símbolos. Esa especialización no implicaba subordinación, sino una división funcional que sostenía la estructura social. Trasladar la lógica íntima de la casa al poder público puede borrar esa distinción funcional, generando instituciones que no saben cómo manejar el conflicto, el debate o el error.
En el mundo contemporáneo, este desequilibrio se materializa con fuerza en la cultura del wokismo o de la cancelación. J. Stone y otros han argumentado que la agresión física en la política ha sido reemplazada por la exclusión social y verbal, donde las ofensas emocionales se tratan como crímenes morales y el desacuerdo se convierte en un ataque existencial. La cohesión grupal moral prevalece sobre la libertad de expresión, y la compasión se exige como criterio supremo de validación social. Este mecanismo, tan femenino en su origen evolutivo si se quiere, se vuelve tóxico cuando se institucionaliza con poder real.
La advertencia de David French, Rob Henderson o Pablo Malo no es misógina: no condena a las mujeres, sino a la ingeniería institucional que favorece un sesgo moral en detrimento de la funcionalidad social. Las leyes antidiscriminatorias, por ejemplo, han sido un instrumento clave en esta transformación. Según Helen Andrews, políticos y empresas han modificado su comportamiento para ajustarse a métricas de “diversidad” que privilegian la presencia femenina, pero sin cuestionar si los valores subyacentes son saludables para la estructura institucional. Esa ingeniería crea un efecto dominante: normas de trabajo, contratación y ascenso moldeadas por una sensibilidad emocional más que por la competencia objetiva. El efecto en la justicia es inquietante: en tribunales, la búsqueda de empatía y reparación puede debilitar la aplicación de reglas claras y equitativas. En la universidad, una cultura académica dominada por la necesidad de evitar ofender puede restringir la libertad de investigación y debate. En la empresa, el énfasis excesivo en la armonía relacional puede sofocar la innovación, ya que las ideas radicales o disruptivas son vistas como riesgos morales, más que como fuente de progreso.
Este cambio no es solo cultural, sino estructural. Investigaciones en sociología del cuidado muestran que la feminización del trabajo de cuidado —tanto remunerado como no remunerado— sigue siendo un pilar invisible de nuestras economías. En México, un estudio de Karina Orozco‑Rocha y César González‑González revela que las mujeres dedican una parte desproporcionada de su tiempo al cuidado, lo que repercute en su exclusión, su precariedad y su vulnerabilidad económica. La institucionalización de ese cuidado sin una reorganización profunda supone que las instituciones acaban reproduciendo una carga emocional que no siempre institucionalizan de forma funcional. Además, la ética del cuidado, desarrollada por filósofas como Irene Comins‑Mingol, argumenta que la igualdad de género debe repensarse, más allá del acceso a los espacios públicos, hacia una reconstrucción de los valores de cuidado en las sociedades. Pero esa misma ética no puede sustituir todos los demás principios sin generar desequilibrios: una sociedad que admira la compasión pero no refuerza la verdad, la responsabilidad ni el debate crítico está condenada, tarde o temprano, a fragmentarse.
La violencia simbólica, desde esta óptica, no solo proviene del autoritarismo, sino también del pánico moral: cuando la moralización se convierte en medio de control, el grupo que dicta las normas emocionales adquiere poder para silenciar. Esto ha sido señalado en estudios sobre ideología de género y dominación simbólica, donde la acusación de ofensa o la denuncia moral funciona como mecanismo para controlar la disidencia. La feminización institucional, en su expresión más desequilibrada, puede ser precisamente esa maquinaria de control moral disfrazada de cuidado. Incluso desde el lenguaje y la denominación profesional se detecta esta tendencia. Magalí Nazzarro ha estudiado cómo en el francés metropolitano se ha feminizado la denominación de cargos, profesiones y oficios.
Esta feminización de la lengua refleja ideologías institucionales: cambiar el nombre de “director” por “directora” no solo es simbólico, sino que puede reforzar una lógica de poder emocional antes que funcional. La palabra deja de ser neutra; se convierte en etiqueta moral. Este fenómeno no es exclusivo del mundo occidental contemporáneo: en Latinoamérica, por ejemplo, las universidades se han feminizado en sus equipos de extensión y gestión, y esto está generando debates sobre la gobernanza institucional: ¿cómo equilibrar la voz femenina sin sacrificar la capacidad crítica y la estructura organizativa efectiva? Esa feminización institucional, cuando no se acompaña de deliberación, puede debilitar los procesos de decisión, porque prioriza la participación emocional sobre la autonomía racional.
Desde una perspectiva filosófica, Hannah Arendt advirtió en sus ensayos que las acciones políticas no deben reducirse a la preservación de la armonía, pues la esfera pública requiere conflicto, palabra y juicio. Cuando las instituciones sustituyen la confrontación por la cohesión moral, pierden su capacidad de actuar con juicio libre. Arendt nos recuerda que la pluralidad —la diferencia de opiniones y la disidencia— es la condición misma de la política. Su ausencia no solo empobrece el debate, sino que amenaza la libertad. La feminización institucional, en su versión radical, puede erosionar esa pluralidad.
Por otro lado, Ayn Rand, en su defensa del individualismo racional, podría parecer distante, pero su énfasis en el interés propio y la responsabilidad personal encuentra eco en esta crítica: una institución sensible pero no debilitada debe permitir que actuemos según nuestros valores, incluidas nuestras pasiones morales, pero sin acallar la razón ni la libertad de expresarnos. La feminización institucional no debe anular la autonomía: los seres humanos no son meramente receptores de cuidados, sino agentes con capacidad de juicio, error y creatividad.
La advertencia civilizatoria, por tanto, no es teórica, sino que es práctica urgente. En un mundo en el que las crisis sociales, los choques geopolíticos y los dilemas éticos se multiplican, las instituciones necesitan más que nunca solidez, verdad y libertad para responder. Ni la cohesión ni la compasión por sí mismas bastan para sostener una civilización. Si priman sin contrapeso, corremos el riesgo de construir estructuras frágiles, emotivas, con apariencias morales bienintencionadas, pero incapaces de enfrentar el conflicto, adaptarse al cambio o sostener la deliberación crítica. Este desequilibrio también se refleja en la política internacional. En tiempos de amenazas globales la fragilidad institucional se vuelve peligrosa: la demanda de consenso y cohesión moral dificulta la respuesta al riesgo real, la defensa de valores fundamentales y la formulación de políticas audaces. En un mundo donde la paz y la democracia están en tensión, los sistemas que priorizan la cohesión sobre el riesgo perderán su fortaleza estratégica.
Además, en el plano social, la feminización cultural no puede leerse solamente como progreso. La socióloga Sonsoles San Román ha analizado la feminización de la enseñanza en España y cómo eso ha transformado no solo quién enseña, sino qué se enseña, con un sesgo hacia valores emocionales y relacionales. Estas transformaciones requieren un debate profundo: ¿cómo mantener una educación que forme no solo ciudadanos empáticos, sino pensadores críticos, capaces de sostener ideas propias ante la adversidad? Para muchos autores críticos, la solución pasa por recuperar la ética del cuidado junto a una arquitectura institucional que promueva el juicio libre, el disenso responsable y la exposición al riesgo.
No se trata de revertir la igualdad ni de marginar la sensibilidad femenina, sino de reconstruir el equilibrio funcional: instituciones que integren la compasión con la verdad, la seguridad con la libertad, la cooperación con la competencia. Una reflexión ética y comunitaria debe acompañar esta reconstrucción. No podemos relegar la responsabilidad de este equilibrio solo al ámbito privado o familiar. Las políticas —laborales, educativas, legales— deben fomentar una cultura institucional en la que cuidar y debatir sean prácticas complementarias, no excluyentes. La agenda de igualdad debe refundarse con una ética del cuidar que no sea sinónimo de fragilidad, sino de fortaleza moral. Es necesario también revalorizar los espacios de conversación y pertenencia. Las comunidades locales, las instituciones académicas y los espacios de deliberación requieren mecanismos que no penalicen el error ni el conflicto, sino que lo reconocen como parte de la vida humana. Una democracia genuina no teme al debate; lo necesita. Una cultura institucional saludable no prioriza la unanimidad moral, sino el contraste de ideas.
En definitiva, esto es una advertencia: si no articulamos un contrapeso entre la feminización y los valores funcionales, podemos perder algo esencial. No solo la capacidad de innovar o de resistir crisis, sino la convicción de que una institución pública no debe ser únicamente protectora, sino también generadora de verdad, juicio y acción. No basta con cuidar la vida: debemos sostener también la conversación, la responsabilidad y la libertad. Volvamos al niño en el jardín. Él llora, su madre lo abraza, pero lo deja levantarse. Esa herida se cura, pero enseña: el equilibrio entre la protección y el riesgo es lo que nutre su crecimiento. Las instituciones deben aprender de esa lección.
La feminización institucional, vista sin matices, puede parecer un triunfo de la sensibilidad y nada más alejado de la verdad; puesto que si no va acompañada de la verdad, la libertad y el deber de debatir, corre el riesgo de debilitar la base misma de nuestra civilización. La urgencia no está en oponerse a la presencia femenina, sino en asegurar que su influencia no borre los valores esenciales que hacen posible una comunidad fuerte, libre y robusta. Ese es el desafío de nuestra generación: reconstruir un humanismo comunitario donde la compasión no suprima el juicio, la seguridad no anule la libertad, y la cohesión no borre la diversidad. Solo así podremos sostener no solo la vida, sino la conversación, el sentido de pertenencia y la dignidad de lo humano frente a las tormentas del siglo XXI.
Publicado originalmente en Disidentia.
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Sigo muy pendiente de tus opiniones. Me gusta mucho cómo abordas estos temas. Estaré comentando; creo que esta es una conversación que debemos ampliar entre todas. Un abrazo de vuelta.
Nos hemos internado en una búsqueda incesante de lo "políticamente correcto", convirtiendo el objeto de búsqueda en algo que más se asemeja a un titular que a algo profundo. Convertimos la "igualdad" en un vocablo que aplicamos a todo. Hombres y mujeres "iguales". Sí, somos seres humanos, personas con los mismos derechos, etc. pero biológicamente diferentes, con características físicas y emocionales diferentes. Es como querer convertir en iguales a peras y manzanas, sin darnos cuenta de que buscando esa hibridación de frutas que hay durante durante todo el año, perderemos algunos de los aspectos más valiosos de cada una de ellas.