»Soy Cuca Casado y estás leyendo Mis propias realidades, una newsletter en la que se construyen momentos que tienen su propio ritmo, sabor y devenir«
En esta ocasión os traigo un artículo que he publicado en Disidentia.
Infancia en línea: ¿quién educa cuando las pantallas descansan?
Estaba disfrutando de un café cuando, en la mesa de al lado, un grupo de padres empezó a hablar —como tantas veces ocurre— sobre los menores y las pantallas. Uno de esos temas que generan consenso aparente y preocupación generalizada. Sin embargo, una frase me sacudió como un sorbo de espresso demasiado cargado: “A mí me parecería bien que se regulase por ley el uso de los móviles en los menores”, dijo una madre, con tono firme, mientras el resto asentía sin más. Acabáramos, papá Estado haciendo las funciones que tú como madre no asumes. Me gustaría haberle preguntado si aceptaría que el Estado fiscalizase su dispositivo para corroborar si su tiempo libre se lo dedica a sus hijos o, por el contrario, anda también absorta en las redes sociales. Y es que a veces el dedo acusador señala hacia abajo —hacia los más jóvenes— con demasiada facilidad. Nos escandaliza lo que hacen los adolescentes con sus móviles, pero no nos detenemos a pensar qué hacen los adultos con los suyos. Ponemos el foco en sus pantallas sin mirar las nuestras. Exigimos regulación, control, vigilancia, etc., como si la infancia fuera un territorio colonizado por la tecnología, cuando en realidad es un espejo que refleja nuestras propias contradicciones.
Desde hace años, psicólogos, educadores y neurocientíficos vienen alertando sobre los efectos del uso excesivo e inadecuado de las redes sociales en los menores. Jonathan Haidt y Greg Lukianoff, en La transformación de la mente moderna. Cómo las buenas intenciones y las malas ideas están condenando a una generación al fracaso, y Susan Pinker, en El efecto aldea. Cómo el contacto cara a car te hará más saludable, feliz e inteligente, nos ofrecen algunas de las claves más relevantes para entender este fenómeno. Lejos de proponer una visión catastrofista o apocalíptica, nos invitan a analizar con rigor las dinámicas sociales, familiares y culturales que están configurando una infancia y adolescencia sin precedentes.
La fragilidad emocional: ¿causa o consecuencia?
En los últimos años, hemos sido testigos de un aumento significativo de los problemas de salud mental entre adolescentes: ansiedad, depresión, autolesiones, trastornos de la conducta alimentaria, etc. Las cifras son preocupantes, pero también lo es el simplismo con el que, a menudo, se aborda esta problemática. Se culpa rápidamente a las redes sociales, al tiempo de pantalla, a la sobreexposición digital. Sin embargo, la correlación no implica causalidad. Y mucho menos cuando hablamos de fenómenos complejos y multicausales.
Diversos estudios longitudinales muestran que existe una correlación estadísticamente significativa entre el uso excesivo de redes sociales y el empeoramiento del bienestar emocional en adolescentes. Ahora bien, dicha correlación es pequeña y mucho menor que la que presentan factores como el acoso escolar, la violencia doméstica o el estrés académico. Además, no hay evidencia sólida de que la relación sea unidireccional. De hecho, la salud mental predice el mal uso de las redes sociales casi en la misma medida que a la inversa. Dicho de otro modo: los adolescentes con una vulnerabilidad psicosocial previa son más propensos a utilizar las redes de forma disfuncional, a compararse compulsivamente, a buscar validación externa, a aislarse en entornos digitales donde perpetúan sus inseguridades. ¿Entonces? ¿Las redes sociales son inofensivas? Tampoco. Como ocurre con tantas otras herramientas, todo depende del uso que se haga, del contexto en el que se inserten y del acompañamiento adulto que exista o no. Y ahí es donde, una vez más, los adultos volvemos a fallar.
Prohibir no es prevenir
Una de las respuestas más comunes —y comprensibles— ante la angustia que provoca este fenómeno es la tentación de la prohibición. Limitar el uso de pantallas, bloquear el acceso a redes sociales, retirar el móvil como castigo. Sin embargo, como bien señala Susan Pinker en su capítulo “Adolescentes y pantallas”, «no hay evidencia de que las restricciones severas por sí solas tengan un efecto positivo duradero sobre la salud mental». En muchos casos, lo que provocan es más conflicto familiar, ocultamiento, sensación de aislamiento social y pérdida de oportunidades para aprender a autorregularse. El foco, por tanto, no debería estar tanto en las pantallas, sino en lo que ocurre fuera de ellas: ¿qué tipo de vínculos afectivos tienen nuestros hijos? ¿Cuentan con redes de apoyo sólidas? ¿Se sienten escuchados, comprendidos, validados en su día a día? ¿Tienen oportunidades reales para experimentar el mundo offline? ¿Jugamos con ellos? Cuando el entorno emocional y social está empobrecido, el refugio en las pantallas no solo se vuelve comprensible: se convierte en una forma de supervivencia emocional. Cuando todo falla fuera de las pantallas, éstas no sólo entretienen: reemplazan.
En un mundo que valora más la productividad que la presencia, no es extraño que muchos padres se sientan desbordados. Jornadas laborales interminables, dificultades para conciliar y escaso apoyo comunitario e institucional. A menudo, la tecnología aparece como la niñera más eficaz y silenciosa: entretiene, calma, distrae. Pero el precio de esta delegación no es menor. Los datos del INE muestran que más del 90% de los menores entre 10 y 15 años tienen acceso a internet, y más del 70% disponen de móvil propio. La edad de inicio en redes sociales se ha adelantado, en muchos casos, por debajo de los 10 años. ¿Y los padres? Muchos creen que sus hijos no han visto nunca contenidos inapropiados, que no participan en retos virales, que no han recibido mensajes sexuales y, peor aún, muchos padres no creen que sus hijos puedan ser los responsables de la violencia ocasionada a otros. La realidad es otra. Y el desfase entre lo que los adultos creen y lo que realmente ocurre en la vida digital de sus hijos es cada vez mayor. La paradoja es cruel: queremos protegerles, pero no les acompañamos. Les damos acceso a dispositivos sin preparación, sin conversaciones previas, sin herramientas de gestión emocional. Luego nos alarmamos cuando los síntomas aparecen. Pero, ¿no deberíamos preguntarnos antes qué está fallando en la crianza?
El espejo roto: redes sociales y distorsión identitaria
La adolescencia es, por definición, un periodo de construcción identitaria. Los jóvenes buscan modelos, referentes y validación. Necesitan sentirse parte de algo, explorar sus límites, recibir reconocimiento. Las redes sociales ofrecen todo eso, pero con un precio: la sobreexposición, la comparación constante, la búsqueda incesante de “likes” y seguidores. Pinker lo advierte: «la sustitución de los encuentros cara a cara por vínculos virtuales afecta profundamente al desarrollo emocional». Porque lo que el adolescente necesita no es un "me gusta", sino una mirada que le comprenda. La psicóloga Jean Twenge habla de una “generación pantalla” con niveles récord de soledad e insatisfacción. Sin embargo, Susan Pinker nos recuerda que «no es la tecnología en sí misma la que provoca el malestar», sino el hecho de haber sustituido las interacciones cara a cara por conexiones virtuales que, en el fondo, no satisfacen nuestras necesidades más profundas. Los humanos estamos diseñados para el contacto directo, la mirada, la voz, el gesto. La aldea —como metáfora del tejido social— se ha desintegrado en muchos casos. Y los adolescentes quedan atrapados en un limbo: ni completamente conectados, ni verdaderamente acompañados.
Por su parte, el estudio Life in Media Survey (2025), realizado en Florida con más de 1.500 niños de entre 11 y 13 años, aporta una perspectiva necesaria. Según sus datos, los menores con móvil propio presentan, en muchos casos, mayores niveles de bienestar emocional que quienes no lo tienen. Pasan más tiempo con amigos en persona, reportan menos síntomas depresivos y sufren menos ciberacoso. La posesión del dispositivo no solo no es perjudicial per se, sino que incluso podría ser protectora en ciertos contextos. Pero atención: lo que sí se asocia de forma clara a malestar psicológico es la publicación frecuente y pública en redes sociales. Dormir con el móvil, recibir notificaciones constantes, publicar de forma compulsiva, etc. Todo eso sí deteriora el bienestar. El informe, lejos de ser complaciente, nos recuerda que el problema no es el smartphone, sino su uso y que las políticas de restricción sin educación ni acompañamiento no funcionan. De hecho, muchos de los niños sin móvil también usan pantallas constantemente —propias o ajenas— y reportan los mismos problemas que quienes sí tienen uno.
Una pregunta recurrente entre padres y educadores es cuánto tiempo de pantalla es aceptable, pero la respuesta no puede reducirse a una cifra mágica. El problema no es solo cuánto, sino qué tipo de uso se hace y por qué. No es lo mismo un adolescente que utiliza su móvil para crear, comunicarse, aprender, que otro que lo usa compulsivamente para evitar el malestar, procrastinar, refugiarse de conflictos familiares o para violentar a otros. Lo que sí sabemos es que el uso excesivo de pantallas suele correlacionar con entornos sociales y de aprendizaje empobrecidos. En otras palabras, cuando hay pocas alternativas de ocio, escasa presencia adulta, dificultades en la crianza o soledad emocional, las pantallas se convierten en el único refugio posible. Por eso, intentar reducir el tiempo de pantalla sin cambiar las condiciones estructurales que lo favorecen es una estrategia destinada al fracaso.
Volver a educar: presencia, límites y vínculo
Quizá la pregunta que debamos hacernos no sea ¿cuánto tiempo está mi hijo con el móvil?, sino ¿cuánto tiempo estoy yo con él? En una época marcada por el ruido, la prisa y la fragmentación, la presencia adulta sigue siendo la mejor protección para cualquier menor. No una presencia asfixiante ni vigilante, sino una presencia disponible, afectiva, firme y flexible. Educar no es espiar, ni castigar, ni limitar por miedo. Educar es acompañar, dialogar, establecer límites razonables, crear contextos de confianza donde el menor pueda hablar de lo que ve, lo que siente, lo que le inquieta. Como decía Erika Lust respecto a la pornografía, pero aplicable a todo el entorno digital: si no hablamos con nuestros hijos de estos temas, acabarán buscando respuestas —o distorsiones— en internet.
La tecnología ha llegado para quedarse y las redes sociales son parte del paisaje cotidiano de cualquier adolescente. Pretender que desaparezcan es ingenuo, pero lo que sí podemos —y debemos— hacer es enseñar a nuestros hijos a navegar en este mundo con sentido crítico, con herramientas emocionales, con conciencia de sus derechos y responsabilidades y límites.
¿Y si el problema no son los niños?
En demasiadas ocasiones, el discurso sobre los menores y las pantallas parece cargar toda la responsabilidad sobre los más jóvenes: son adictos, irresponsables, están desmotivados. Pero, ¿quién les ha educado —o no— en el uso de la tecnología? ¿Quién les ha acompañado —o abandonado— en este proceso? ¿Quién les ha ofrecido —o negado— modelos de vida offline gratificantes? La infancia y la adolescencia no pueden ser culpabilizadas por vivir en un entorno diseñado para capturar su atención, maximizar su dependencia y monetizar su tiempo. Es responsabilidad de los adultos —padres, familia, educadores, legisladores— crear las condiciones necesarias para una infancia más humana, más conectada con la realidad, más protegida pero también más libre.
No se trata de demonizar la tecnología ni de idealizar tiempos pasados. Se trata, simplemente, de recuperar la aldea. No aquella de calles empedradas y bicicletas sin frenos —que también—, sino la aldea simbólica: la red de vínculos, la tribu que acompaña, el entorno que protege sin asfixiar. Porque, como dice Pinker, «el desarrollo saludable de un niño no puede entenderse fuera de su contexto relacional». Y quizá sea hora de preguntarnos: si nuestros hijos están creciendo entre pantallas, ¿quién les enseña a mirar el mundo?
Y hasta aquí por ahora…
Si te ha gustado házmelo saber.
Deambula libremente, escucha cuidadosamente y consume omnívoramente.
Me ha parecido súper interesante, Cuca, sobretodo como madre de dos niños que a veces demandan la pantalla para jugar.
Todo está en nosotros (en los padres) y en cómo le presentamos ese mundo.
Yo crecí en una casa en la que a día de hoy mis padres no tienen teléfono móvil de ningún tipo, solo el inalámbrico fijo de casa 🤣🤣. Pero ojalá y mis hijos también hubieran tenido la oportunidad de vivir como yo. No sé, siento que a veces es la sociedad la que te empuja a tomar decisiones aceleradas por el simple hecho de que sino tus hijos son los únicos bichos raros. 🤣🤣🤣🤦🏼♀️
Siempre voy a agradecer de sobremanera crecer en un tiempo en donde las pantallas no lo eran todo. Al final cuando miras atrás tienes recuerdos increíbles de miles de días y tardes jugando o haciendo mil cosas. Ahora mirando desde otra perspectiva no solo es el tema de las infancias, creo que todos estamos vulnerados a la sobreexposición a las pantallas. Y no es como que sean algo malo, al final del día es una herramienta, pero como no la sepamos usar corremos el riesgo de perder el control