»Soy Cuca Casado y estás leyendo Mis propias realidades, una newsletter en la que se construyen momentos que tienen su propio ritmo, sabor y devenir«

Imagina la siguiente escena: una persona sentada en un aeropuerto cualquiera. Frente a ella, una hilera interminable de puertas de embarque. A su lado, pasajeros que se apresuran con maletas, auriculares en los oídos y pantallas en las manos. Podría estar en Madrid, en Nueva York o en Singapur, y apenas notaría la diferencia. Todo parece idéntico, replicado, intercambiable. En ese espacio, nadie se conoce, nadie se saluda, todos esperan, todos consumen. El aeropuerto no es destino, ni hogar, ni plaza: es simplemente tránsito. Algo similar, por no decir idéntico, ocurre con las salas de espera, las gasolineras, los centros comerciales, los medios de transporte y otros tantos espacios “comunes”: sitios que carecen de identidad, de historia y que imposibilitan las relaciones humanas significativas. Espacios que no tienen esencia propia, ni generan vínculo social alguno. Son lugares funcionales que priorizan la circulación, el consumo y la comunicación; espacios anónimos que se transitan desempeñando roles impersonales (cliente, pasajero, turista). Universales y homogéneos, que generan una relación instrumental, con un fin exclusivamente práctico sin generar sentido de pertenencia.
El antropólogo Marc Augé popularizó el concepto de no-lugar, asociado a los espacios anónimos, en su obra Los no-lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Los definió como entornos de la sobremodernidad (así denominaba a la posmodernidad) en los que no hay identidad, ni memoria, ni comunidad. Entornos hiperregulados cuyas características son el anonimato, la búsqueda de satisfacciones e intereses exclusivamente personales, la coexistencia espaciotemporal —que no convivencia—, el desinterés por el prójimo y el consumo de experiencias. Son escenarios de paso: autopistas, centros comerciales, cadenas hoteleras, supermercados, aplicaciones de transporte, incluso las mal denominadas redes sociales. Aunque se le atribuye a Augé el concepto de no-lugar lo cierto es que él mismo en su libro explica que desarrolla la idea a partir de la de Michel de Certeau. Es más, no son los primeros en hablar de este concepto: el grupo dadaísta, Jacques Derrida, Emmanuel Lévinas, Maurice Blanchot, Robert Smithson o Paul Aster hacen alusión a estos “lugares”, aunque no siempre remiten a espacios banales y entristecidos; para algunos de ellos el no-lugar es en lo que se asienta lo que no tiene ni puede tener asiento: el infinito, lo absoluto, la nada, el deseo o Dios. Estas otras acepciones son deudoras del no-ser de Platón.
Volviendo al presente, basta con echar un vistazo a nuestro alrededor para tomar conciencia de este fenómeno. Tiendas de merchandising y carcasas para móviles ocupan las antiguas librerías, ultramarinos y mercerías de barrio; calles y plazas ya no son lugares de encuentro, paseo y conversación, sino simples figuras geométricas que transitar. Zonas efímeras, ahistóricas, anónimas e insignificantes que no dejan huella en nuestra memoria. Espacios en los que circulamos, consumimos y desaparecemos. Lo que ha hecho célebre a los no-lugares de Augé se halla en la capacidad para expresar la imposibilidad de determinados espacios del mundo actual de ser puntos de referencia, como sí lo son el hogar, el barrio, los límites del pueblo, la plaza pública, la iglesia, el ayuntamiento o el monumento histórico. Es triste, pero las grandes ciudades ya se han convertido en su totalidad en no-lugares, en la medida en que han ido desapareciendo de ellas los espacios singulares de sociabilidad: se repiten en sus calles los mismos establecimientos comerciales y los mismos criterios arquitectónicos, produciendo paisajes idénticos unos a otros. Tal es el despliegue de estos espacios que, por ejemplo, las estaciones de servicio están diseñadas y organizadas igual que los aeropuertos y los supermercados. Pero tampoco hace falta salir de casa para percatarse de ello: todos sentados ante la tele, mirando a la vez el móvil y con los auriculares. Es como si se evitase la catástrofe de tener que pasar tiempo juntos, para evitar crear lugares de identidad, significación y sentido fuertes. Los dispositivos nos están colocando permanentemente en un no-lugar. Lo llevamos encima, con nosotros. La paradoja es inquietante: en un mundo hiperconectado, nunca habíamos estado tan solos. Rodeados de símbolos universales y servicios estandarizados, vivimos en territorios donde es posible moverse sin dejar huella. Y sin embargo, bajo esa homogeneidad, late una pregunta urgente: ¿qué ocurre con la identidad cuando habitamos un mundo de no-lugares?
Zygmunt Bauman nos ofrece una clave valiosa en su ensayo De peregrino a turista, o una breve historia de la identidad. Para él, la modernidad sólida estaba poblada de peregrinos, individuos que construían sus vidas como proyectos de largo recorrido, con dirección y sentido, con un horizonte vital hacia el que caminar. El peregrino podía extraviarse, pero siempre tenía la certeza de un destino. Hoy, sin embargo, ese peregrino se ha convertido en turista, vagabundo, paseante o jugador. Estos roles tienen en común, según Bauman, la tendencia a hacer fragmentarias y discontinuas las relaciones humanas, militan contra la construcción de redes perdurables de deberes y obligaciones mutuas, y favorecen y propician la existencia de una distancia entre el individuo y el Otro. No buscan destino, sino experiencia; no habitan, consumen; no se arraigan, se desplazan. Viven en la provisionalidad, en la lógica del “estar de paso”, en la continua búsqueda de novedades que nunca se fijan en la memoria. El no-lugar se convierte en el escenario perfecto para esta identidad líquida: turistas perpetuos, pasajeros en tránsito, identidades momentáneas que existen sólo en el cruce de un billete y un asiento. Pero, ¿qué queda de nosotros cuando todo es tránsito y provisionalidad? Entre otras cosas, sucede que la identidad puede adoptarse y descartarse como quien se cambia de ropa interior a diario, y las opciones siempre se mantienen abiertas. Como apunta Bauman, difícilmente podemos “enganchar” una identidad a relaciones que en sí mismas están irreparablemente “desenganchadas”: se nos aconseja con solemnidad que no lo intentemos, dado que el compromiso intenso, el apego profundo (y ni hablar de la lealtad, ese homenaje a la hoy obsoleta idea de que el apego tiene consecuencias vinculantes, mientras que el compromiso significa obligaciones), puede lastimar y herir cuando llegue el momento de apartarse. Ambos conceptos, no-lugares e identidades fragmentarias y pasajeras, plantean la autonomía individual en oposición a las responsabilidades morales.
El arquitecto Rem Koolhaas, en su crítica feroz, habló de los espacios basura, fragmentos urbanos que proliferan en la globalización: centros comerciales, resorts, oficinas acristaladas, suburbios replicados. Son espacios funcionales, pero vacíos de significado. No tienen historia, ni memoria, ni alma. En ellos, todo es estandarizado. Un centro comercial en Madrid se parece más a uno en Shanghái que a la plaza de un pueblo vecino. La arquitectura se convierte en una lengua universal de acero, cristal y logotipos corporativos. Lo inquietante no es sólo la repetición estética, sino su consecuencia existencial: un espacio sin arraigo produce sujetos desarraigados. Cuando los lugares que habitamos no cuentan historias ni sostienen memorias, nuestra propia identidad se erosiona. La fragilidad de esta experiencia se acentúa porque, como recuerda Byung-Chul Han, los rituales han desaparecido. Los rituales eran prácticas que nos anclaban al tiempo y al espacio, que creaban vínculos, que repetían con sentido. Encender una vela, reunirse en torno a la mesa, saludarse en la plaza. Eran formas de dotar de espesor a la vida cotidiana, generaban una comunidad. En los no-lugares, en cambio, los rituales se evaporan, desaparecen los gestos rituales y se pierden los modales. Son sustituidos por protocolos técnicos: pasar un control de seguridad, mostrar un código QR, pagar con tarjeta. Repeticiones vacías, desprovistas de símbolo. Sin rituales, el tiempo se fragmenta en instantes idénticos, acelerados, sin densidad. En el no-lugar no hay ayer ni mañana, sólo presente operativo. Y un presente así, sin memoria ni repetición cargada de sentido, deja a la identidad en un estado de desprotección.
José Saramago comprendió la hondura de este peligro en La Caverna. Allí cuenta cómo un humilde alfarero descubre que el centro comercial que se levanta cerca de su casa va devorando la vida del barrio, absorbiendo oficios, relaciones y hasta afectos. Ese espacio, luminoso y ordenado, suplanta al mundo mismo. Igual que los prisioneros de Platón confundían sombras con realidad, los personajes de Saramago terminan creyendo que lo consumido equivale a lo vivido. La caverna no está bajo tierra: está en cada galería comercial, en cada feed interminable de redes sociales, en cada aeropuerto que podría estar en cualquier parte del mundo. Es la metáfora perfecta de la vida reducida a no-lugar, donde lo que importa no es permanecer, sino circular.
En los no-lugares estamos rodeados de otros, pero permanecemos anónimos. La experiencia es paradójica: juntos, pero en soledad. Erving Goffman explicaba que la vida social es representación: en los lugares tradicionales representamos papeles ante un público conocido, con expectativas compartidas. En los no-lugares, en cambio, actuamos frente a desconocidos, sin continuidad ni comunidad. La interacción es mínima, contractual, vigilada. Psicológicamente, estos espacios producen alienación, fatiga, desorientación. La homogeneidad abruma, la vigilancia inquieta, la falta de referentes erosiona el sentido de pertenencia. Y, sin embargo, ofrecen también un respiro: allí uno puede desaparecer, ser invisible, quedar liberado de la presión de la mirada ajena. Esa invisibilidad es alivio pasajero, pero pronto se convierte en vacío. El anonimato sin arraigo termina siendo una forma de intemperie.
Todo ello podría conducir al pesimismo, pero no tiene por qué ser así. Los no-lugares no son destinos irrevocables, sino escenarios abiertos a la transformación. Pueden convertirse en lugares si somos capaces de dotarlos de memoria, encuentro y arraigo. Ya Simone Weil lo expresó con una claridad luminosa: «el arraigo es quizá la necesidad más importante y más desconocida del alma humana». Arraigarse no significa estancarse, sino nutrirse. Igual que un árbol no se debilita por tener raíces, sino que se fortalece, también los humanos florecemos cuando nos sabemos parte de una historia, de una memoria, de una comunidad. Tuve la oportunidad de preguntarle a , arquitecto que ha vivido y trabajado entre España, Países Bajos, Azerbaiyán, Emiratos Árabes Unidos y Estados Unidos, y que actualmente ejerce como director de diseño en MASS Design Group (organización sin ánimo de lucro con sedes en Ruanda y Estados Unidos). Sus experiencias le han permitido desarrollar una mirada crítica hacia los discursos predominantes sobre sostenibilidad. Me explicaba en relación a los no-lugares que uno de los casos más comunes es la conversión de centros comerciales en espacios culturales. Me comentaba que es un desafío porque estos edificios se diseñaban como cajas totalmente aisladas del exterior, sin apenas ventanas ni luz natural, para que la atención se centrara en comprar. Al rehabilitarlos, el reto es hacerlos más amables. Un buen ejemplo es el proyecto de MVRDV para el Part-Dieu en Lyon; o el caso de Cheonggyecheon, una autopista convertida en parque urbano, que le sorprendió cuando estuvo en Seúl.
Isidro Maya Jariego lo ha mostrado en su investigación sobre el sentido de comunidad: sentirse parte de un “nosotros” no diluye al individuo, sino que lo potencia. El reconocimiento mutuo, la confianza y la historia compartida actúan como un fertilizante invisible. Sin comunidad, la identidad se marchita; con ella, se expande. Recuperar esta dimensión significa también reimaginar los espacios en los que vivimos. En lugar de aceptar los no-lugares como simples infraestructuras del tránsito, podemos habitarlos de otra manera. Existen ejemplos concretos: huertos urbanos que transforman solares vacíos en espacios de vecindad; bibliotecas comunitarias que convierten el acto de leer en un ejercicio colectivo; cafés de barrio que sostienen rituales sencillos de conversación; plazas rediseñadas para favorecer el encuentro. Incluso en un aeropuerto o en una estación es posible que surja la chispa de un lugar cuando alguien ayuda a otro, cuando se comparte una historia, cuando un gesto rompe la lógica del tránsito. Susan Pinker, en El efecto aldea, recordaba que la interacción cara a cara no sólo nos hace más felices, sino también más longevos. Mirar, escuchar, compartir un tiempo común, son prácticas que refuerzan nuestras defensas fisiológicas y nos protegen contra la soledad. No necesitamos abolir los no-lugares, sino rehumanizarlos. Darles un rostro, una historia, un gesto de comunidad. Allí donde todo parece tránsito, siempre puede haber arraigo; donde todo es anonimato, siempre puede irrumpir el nombre propio; donde todo es consumo, siempre cabe recuperar el encuentro.
Los no-lugares son el espejo de nuestra época: identidades líquidas, espacios basura, rituales perdidos, cavernas de consumo. Son la expresión espacial de una posmodernidad líquida en la que todo fluye, pero nada permanece. Y sin embargo, también son la oportunidad de un gesto transformador. La pregunta que queda abierta es si aceptaremos ser turistas perpetuos en espacios vacíos, prisioneros de la caverna de los escaparates, habitantes de rituales sin densidad, o si seremos capaces de reapropiarnos de estos espacios para tejer memoria, identidad y comunidad.
Todo apunta a que el mundo ha dejado de ser un lugar de pertenencia, de acogida, como nuestro propio cuerpo, nuestras relaciones personales básicas, nuestra nación, nuestra religión, etc., para ser sólo el lugar funcional de una experiencia humana anónima. Quizá la verdadera revolución comience con un gesto sencillo: mirar a los ojos, saludar al vecino, conversar en la cola del supermercado. Porque el lugar no es sólo un espacio físico: es un espacio de reconocimiento mutuo. Y aunque vivamos rodeados de no-lugares, nunca está del todo perdida la posibilidad de convertirlos en hogar.
Publicado originalmente en IDEAS de La Gaceta de la Iberosfera.
Y hasta aquí por ahora…
Si te ha gustado házmelo saber.
Deambula libremente, escucha cuidadosamente y consume omnívoramente.


Te leía y, casi de manera inconsciente, se me venía a la mente la escuela. Pasaba de una línea a otra confirmando que el colegio debía ser justo lo contrario. Pero, ¿y para la gente que no? ¿Y para esos niños que la escuela sea un "no-lugar"?
Pensaba en qué hace del colegio un lugar. Uno con identidad propia. Uno del que quieras formar parte. Uno que, como una comunidad, se fusione con tu propia identidad.
Me he transportado a mi clase. También a la del año pasado. ¿Cuántas criaturas dirían que el colegio es un "lugar" para ellos? ¿Cuántas se sienten parte de él?
Gracias por, una vez más, hacerme reflexionar y aprender con tus textos.
Yo vivo en un pueblo. Somos muy pocos pero nunca estamos solos. Cuando he viajado a la capital he visto a mucha gente pero no se hablan ni se saludan. Una vez le dir los buenos días al chófer de un autobús y se me quedó mirando extrañadísimo.
Cuando de niño/adolescente ocasionalmente viajaba en tren de Navarra a Madrid nos daba tiempo de hacer amigos en el trayecto.
Los tiempos están cada muy deprisa.